rump lleva meses peleado con la ciencia y la verdad. Foto: EFE.

Washington, D.C.— Violó la sana distancia en eventos en la Casa Blanca y en mítines proselitistas que resultaron en la muerte de un cercano colaborador, celebró la convención partidista con montones de gente, ridiculizó a su contrincante, a colaboradores y periodistas por usar máscaras, y engañó al pueblo estadounidense sobre el peligro del coronavirus. La causa del contagio de Donald Trump tiene un nombre: soberbia. Enceguece al hombre y empodera el ego.

El viernes, Trump fue internado en el hospital militar Walter Reed tras dar positivo de COVID-19. Los médicos trataron de restarle importancia. Pese a dificultades para respirar y fatiga, ofrecieron un reporte color de rosa. Bajo presión de la prensa, admitieron que tuvo dos episodios alarmantes por falta de oxígeno. Lo pusieron en esteroides. Sin embargo, el lunes fue dado de alta a 72 horas de ser hospitalizado. Trump tuiteó que se siente mejor que hace 20 años, quizá por los esteroides y el torrente de medicamentos. Exhortó a la gente a no temer al virus. Es fácil para él decirlo cuando tiene a su servicio la atención médica más poderosa del mundo.

El virus no discrimina, pero el tratamiento médico sí. En la Casa Blanca, Trump seguirá bajo una agresiva mezcla de medicamentos, incluso experimentales, a los que los 7.2 millones de contagiados no tiene acceso. Estará rodeado de médicos, enfermeras y equipo de emergencia, un mini hospital personal, a diferencia de los miles que han caído muertos en los pasillos de sus casas.

En lo que podemos llamar la crónica de un contagio anunciado, el coronavirus asentó los reales en la mansión presidencial más famosa del mundo sin ser molestado. La Casa Blanca es ahora el semillero del contagio. Al cierre de la edición, había 19 contagiados de COVID, la mayoría republicanos que asistieron al evento en la Casa Blanca para dar a conocer la polémica nominación de una nueva jueza a la Suprema Corte de Justicia. Entre los infectados están Trump, la primera dama, asesores cercanos, legisladores, operadores de campaña, el presidente de una universidad, la secretaria de prensa y tres reporteros de la fuente. Casi nadie usó cubre bocas. Ningún demócrata ha dado positivo. No porque no fueran invitados, sino porque cumplen las recomendaciones de prevención.

Trump lleva meses peleado con la ciencia y la verdad. Ha mentido sobre remedios alucinantes como ingerir cloro, fustigado a funcionarios, médicos y epidemiólogos y retado el sentido común. En el primer (¿único?) debate presidencial el miércoles pasado, se mofó de Joe Biden por usar máscara. Lo tachó de débil. Pero la realidad es la realidad. La ciencia es la ciencia. El virus no vive en el universo alterno de Trump. Se propaga en el mundo real.

Tras el encuentro, en el que un iracundo Trump lanzó insultos, mentiras y gritos, las encuestas ampliaron la brecha a favor de Biden. El demócrata ahora goza de una ventaja de 14 puntos porcentuales, 53 por ciento contra 39 de Trump, de acuerdo con el nuevo sondeo de The Wall Street Journal y la cadena NBC. Debido a que Biden estuvo expuesto a los salivazos y jadeos de Trump durante 90 minutos-en la fase precisa de mayor riesgo–no se puede descartar que lo haya contagiado. Sin embargo, hasta ahora, Biden ha dado negativo.

A Trump le preocupa menos propagar la enfermedad que disipar la percepción de que el virus es un impedimento para gobernar y ganar la reelección. La Casa Blanca se esfuerza en proyectar la imagen de un presidente que, pese a padecer la mortal enfermedad, tiene el control del gobierno. Abandonar el hospital fue una decisión basada en consideraciones políticas no de salud. Hizo su entrada triunfal a una Casa Blanca desolada. Infestada. Alzó el puño y posó para las cámaras desenmascarado. Su médico reconoció que no está fuera de peligro.

El domingo sorpresivamente abandonó la cama de enfermo para saludar a un grupo de fanáticos postrado frente al hospital a bordo de una camioneta blindada. Los enfermos de COVID deben permanecer completamente aislados del mundo exterior. Más de 208 mil personas han muerto por la pandemia en Estados Unidos. Miles sin poder despedirse de sus seres queridos. Lo que hizo Trump fue una insolencia. Un acto de irresponsabilidad.

Trump puso en riesgo a los agentes del Servicio Secreto que lo custodiaron portando máscaras N95, escudos faciales y batas médicas. Los agentes del Servicio Secreto ahora están en cuarentena. El absurdo paseo sugiere que Trump tiene la última palabra, no sus médicos, lo que explicaría la salida prematura del hospital. Para Trump el COVID es una broma y su enfermedad un reality show político.

La negativa de los médicos, bajo órdenes de Trump, de no responder a preguntas sobre su verdadero estado de salud abona a la crisis de credibilidad y a un torrente de teorías de la conspiración y especulaciones en las redes sociales. La enfermedad de Trump ha inyectado más caos e incertidumbre a una temporada políticamente caótica e impredecible. Todo puede suceder. Uno de los escenarios más socorridos es la invocación de la Enmienda 25 constitucional sobre la transferencia de poderes al vicepresidente si se determina que Trump está incapacitado para seguir en la presidencia. Trump está en el grupo de más alto riesgo por su edad, obesidad y género.

Se desconoce cuál será el efecto de todo esto en los comicios del 3 de noviembre que, de acuerdo con casi todas las encuestas, Trump lleva la de perder. Lo único predecible es que las elecciones se celebrarán. La Constitución establece que el primer martes de cada noviembre, cada 4 años, debe haber elecciones y que un nuevo presidente debe asumir poderes el 21 de enero. Llueva o truene. Con coronavirus o no.
msn.