Cuando la realidad te alcanza, no hay palabras que sirvan de aliento

José Melton
“Alto riesgo de contagio” decía el mensaje. Definitivamente es algo que no quieres leer y menos comunicar.

Ser periodista en tiempos de pandemia, cuando tu deber y vocación te tienen en la calle reportando los asuntos relevantes, no es nada sencillo, el temor de contagiarse, la ansiedad que genera saber qué día a día más personas dan positivo, dificulta la labor de quienes tenemos la misión de llevarle al lector información fidedigna de lo que ocurre en el país.

Desde mediados de marzo, cuando fueron confirmados los primeros casos de Covid-19 en México, en casi todas las redacciones, incluyendo la de La Prensa, comenzaron a tomarse medidas. Algunos corrieron con la suerte de que su actividad pudiera desempeñarse des de casa, otros, por la naturaleza de nuestra labor, teníamos que permanecer al pie del cañón, buscando la noticia.

Quizá en esta etapa de la pandemia, el miedo era poco, pues los casos confirmados se reducían a personas que habían viajado a los lugares de peligro, y pues no era mi caso, por lo que no había impedimento para seguir haciendo mi labor, con miedo, pero a final de cuentas teníamos que hacerlo. Directa o indirectamente, ser parte de la cobertura de un suceso así, es algo que no se repite tan fácilmente en la vida de un Fotoperiodista.

Siempre he sostenido que subirse a una motocicleta para cubrir un asunto policíaco, trasladarse por la ciudad a toda velocidad para llegar a una emergencia o un operativo es un riesgo latente, que corremos quienes nos dedicamos a esto, pero hacerlo con un enemigo invisible lo hacía cada vez más peligroso. Solo para verdaderos valientes.

Los siguientes días básicamente fueron lo mismo. Recibir un llamado, acudir al asunto, levantar imagen, ver gente con cubrebocas ya empezaba a ser noticia, tal como sucedió en 2009, respetando la distancia, realizábamos nuestro trabajo, evitando las aglomeraciones. Regresar a nuestro punto de reunión y comentar las cifras que el gobierno daba a conocer.

Tras varias semanas así, la enfermedad llegó a la fase tres de contagios, ya no eran los que habían viajado, ya podía ser cualquiera y más cifras de contagiados ya se contaban por centenas. En medida de lo posible y con lo que teníamos al alcance, todos tomamos nuestras medidas de cuidado. El objetivo no era otro que cuidarnos y cuidar del contagio a nuestras familias.

La incertidumbre de luchar contra un enemigo invisible se recrudecía cada vez más, pues policías capitalinos comenzaron a ser noticia por la velocidad con la que se daba cuenta de sus contagios. Aquí cabe señalar que es con ellos con quienes más tiene contacto un fotógrafo de nota roja.

El uso de cubrebocas y gel antibacterial pasó de ser una mera precaución a una manía desesperada que me llevó incluso a acabar con grandes cantidades de alcohol; no había medidas que fueran exageradas, lo que fuera porque el virus o me acompañara hasta mi casa, donde se encontraba mi familia celosamente guardada.

El llamado de quedarse en casa para mi era solo una utopía, algo que podía cumplir dos días a la semana y que sin desperdicio hacía. Anhelaba mis días de descanso para quedarme en casa y ser responsable con las sugerencias del gobierno. El resto de la semana solo era una mala broma escuchar el “quédate en casa”.

La fase tres venía cargada de contagios, pero también de ansiedad. Saber que conocidos o incluso amigos estarían infectados generaba en mi y en mis compañeros esa sensación terrible que te da el saber que hagas lo que hagas, el siguiente puedes ser tu, los episodios de ansiedad eran cada vez más frecuentes y más subidos de tono.

La sombra del virus cada vez se sentía más cerca, un compañero de tal medio ya estaba en cuarentena, otro del otro canal, también; lo primero era saber de donde pudo haber sido contagiado, que si cubrió algún caso de Covid o no, si alguien más lo contagió y no le aviso, cosas que no tenía sentido saber, pero que de alguna manera tranquilizaban a más de uno al saber que no había estado expuesto al virus.

Los días avanzaron, las medidas de seguridad cada vez parecían más exageradas. No salir de casa si no era necesario era prácticamente un lujo para algunos de nosotros; saberse lejos de las coberturas del virus por ser reporteros de nota roja daba una ligera esperanza, misma que duró poco al saber que cada vez más y más policías y personal de la fiscalía capitalina resultaban contagiados.

Era cosa de tiempo, ya había muchos indicios y uno apenas podía sortearlos, con miedo, pero con determinación, las notas seguían siendo cubiertas, a distancia y con recelo, las fotografías seguían siendo capturadas, la información seguía siendo generada.

Como balde de agua fría cae la noticia de que un excompañero de La Crónica de Hoy había perdido la batalla contra el

Covid, al tiempo, David Alvarado, decano de la nota roja, caía en el hospital, la ansiedad y el miedo dejó de ser pasajera y se alojó en mi ser, no quiero ser yo el siguiente, me repetía constantemente.

Hacia final de abril, la historia me alcanzó, un fuerte dolor de cabeza daba ya los primeros síntomas de alerta, ardor de garganta acompañaba el malestar, la falta de fiebre daba ánimos, aún así, no había motivos para alarmarse o salir corriendo a algún hospital, pues es buen sabido que ahí es donde hay más contagios y si no lo tenías, te iba a dar.

Tras una larga jornada de más de 13 horas, logré volver q mi casa, en el camino, pese a circular a una velocidad considerable en la motocicleta, sentía mi cuerpo caliente, por la mente pasaban muchas cosas, tenía miedo de tomarme la temperatura y descubrirla muy alta. Al llegar, tras el ritual de desinfección, tomé la decisión de medirme la temperatura.

A los dolores y molestias que desde días atrás me acompañaban, se le sumó el primer llamado de alerta; el termómetro marcó 38.2 grados centígrados, señal de alerta. Esperé media hora más, pues venía agitado de la calle y un tanto abrigado. El resultado fue el mismo.

Por muchos lados se nos ha hecho llegar la información de qué hacer en caso de sospecha de contagio. Llamar al servicio de emergencia o simplemente enviar un mensaje al número de asistencia local; una serie de preguntas y respuestas darían la clave para lo siguiente.

Con temor a equivocarme o exagerar en alguna respuesta, pedí a mi esposa que me ayudara a contestar mensaje a mensaje, pedían síntomas, con miedo asentía que si a algunos y con orgullo negaba otros; tras diez minutos de hacer el test por mensaje llegó la respuesta final.

“Alto riesgo de contagio” decía el mensaje. Definitivamente es algo que no quieres leer y menos comunicar cuando, además, tus dos pequeñas están a la expectativa de saber qué tienes y no alcanzan a comprender tus lágrimas y la impotencia de no poder asegurarles que todo va a estar bien; su héroe estaba siendo mancillado y yo no podía hacer más que pedirles calma. Calma que yo mismo no tenía.

Sin duda, la primera noche de aislamiento total, no fue la más grata, habré dormido si a caso una hora, cruce algunos mensajes con amigos entrañables, no quería asustarlos, pero no podía transmitirles seguridad; por fortuna no me dejaron solo, ni me dejaron caer anímicamente.

El siguiente día fue lo mismo, algunas llamadas para advertir a quienes habían estado conmigo días atrás compartiendo guardias y coberturas, por suerte pocos y muy unidos, trámites y llamadas telefónicas con doctores fue el tema del día; nada concreto, había que esperar.

Una llamada de seguimiento me puso en alerta, pues no había pasado mucho tiempo desde mi mensaje y ya buscaban hacerme la prueba para el SARS COV 2, eso quizá fue lo que me llevo a tomar fuerzas y acudir por cuenta propia al centro de salud, ahí los doctores me recibieron sin prejuicios. Incluso agradecieron que no hubiera esperado más tiempo.

La prueba es molesta, pero es más incómodo ver a los profesionales de la salud tener que usar capas y capas de trajes de seguridad porque hay gente que desde el principio no entendió que debía quedarse en casa, yo sentía dolor y molestia física, pero no podía ni imaginar la molestia mental que los doctores pudieran tener.

Aun así, con todo ese pesar, ambos especialistas se tomaron el tiempo de hablar conmigo, prepararme para la prueba e incluso, darle palabras de aliento a alguien que en su vida habían visto y apenas sabían algunas cosas de él, es decir, de mí. Sentí alivio cuando me dijeron que los resultados estarían apenas unos dos días después.

Antes de salir del consultorio de las muestras el doctor me alcanzó para decirme que quizá los síntomas serían leves, que me mantuviera alerta nada más y con suerte pasaba todo en casa; aun no entiendo si esa fue su manera de brindarme paz o de advertirme lo que vendría dos días después.

Siendo una persona inquieta, que todos los días ve gente diferente, viaja por la ciudad cubriendo asuntos relevantes para los lectores, buscando noticias, el encierro comenzaba a ser tedioso, pero era más la incertidumbre del resultado de las pruebas, saber si era una simple influenza o si se trataba de Covid-19, era un juego muy salvaje que mi mente no dejaba de jugar.
LA PRENSA.