Mis derechos… y mis derechos nada más

La gente, hoy día, se ofende de todo. No hay casi manera de hacer un comentario o de externar alguna opinión

—por no hablar de soltar los chistes de siempre o de frecuentar despreocupadamente los territorios de la incorrección política— sin que te caigan encima severas reconvenciones, en el mejor de los casos o, de plano, carretadas de insultos. De entrada, el propósito es llenarte de sentimientos de culpabilidad: estás agraviando al de enfrente por carecer de la sensibilidad que necesitan quienes, en su obligada condición de víctimas de algo, merecen un trato supremamente cuidadoso.

Lo interesante del tema es que, muchas veces, las reacciones frente al presunto agravio son absolutamente desmesuradas: la furia del que va de ultrajado no guarda proporción alguna con el daño que pretende haber sufrido y no solo comienza a reclamarte airadamente, sino que invoca derechos supremos, facultades que tú, sin advertirlo siquiera, has pisoteado. El asunto de esos derechos parece haberse convertido en una cuestión mayor. Lo vemos justamente en estos momentos, con la epidemia del covid-19: las autoridades sanitarias intentan imponer el uso de mascarillas a la población simplemente para evitar contagios que lleven luego a la hospitalización de los individuos más vulnerables y que puedan tener un desenlace fatal. En algunas naciones, a los cuerpos policiacos se les han otorgado atribuciones para multar a quienes no portan un tapabocas y hasta para restringir que los ciudadanos caminen por las calles salvo que deban proveerse de víveres o atender asuntos apremiantes.

Pues bien, la reacción, en muchos lugares, ha sido de abierto desafío a estas disposiciones. Y, al igual que en el caso de los ofendidos crónicos, los individuos reacios a obedecer hacen referencia a sus derechos constitucionales, ni más ni menos, para validar su rebeldía. De pasada, denuncian el autoritarismo de los gobiernos, lanzan tremebundas acusaciones y recurren a las teorías de la conspiración de siempre.

Todo, por no llevar puesta una mascarilla como cualquier hijo de vecino. Eso, lo de ponerse encima de la boca un paño para no contagiar a los demás —siendo que muchos sujetos son portadores asintomáticos del virus, que pueden trasmitirlo y, llegado el caso, provocar la muerte de un ser humano— eso, lo repito, ¿es asunto de reclamar derechos constitucionales para no acatar una medida sanitaria absolutamente razonable? ¿No es más bien al revés la cosa, o sea, un tema de pensar en las garantías que merecen los otros? El catálogo de derechos, por lo que parece, se ha ampliado hasta abarcar gustos personales, caprichos, preferencias y hasta ideologías. Los muy susceptibles y melindrosos habitantes de nuestra extraña modernidad reclaman no ser nunca ofendidos, desde luego… y, ah, no llevar tampoco mascarillas.