Cuatro años después de aquel cierre inesperado en las elecciones presidenciales del 2016 en los Estados Unidos, poco o nada cambió. El final hoy todavía será de fotografía.

De hecho, lo único que vino a confirmar la elección 2020 fue que la radicalización que se vivió años atrás entre Donald Trump y Hillary Clinton se ahondó en el mapa político de una nación dividida todavía más, ahora con Donald Trump y Joe Biden.

Por un lado, están los votantes azules, los que se dicen educados, los que buscan el retorno del “todo tiempo pasado fue mejor”, los de la defensa del status quo, el clan de los que apuestan por ser los beneficiarios contratistas de la Defensa, de los grandes laboratorios de medicamentos y los dueños de las nuevas tecnologías.

Por el otro están los votantes rojos, los que se definen como humillados y ofendidos, los que en los últimos años fueron los menos favorecidos por el neoliberalismo del Ebitda, del reporte trimestral a la Bolsa, los sin Medicare, los desempleados de la crisis del 2009 que todavía no encuentran su lugar.

Se confirma que el quiebre del 2016 no fue circunstancial o pasajero. Los demócratas de entonces, con Hillary al frente, no leyeron bien ni el odio ni el desencanto que venían arrastrando 27 años de las políticas públicas decretadas por las dinastías Bush- Clinton.

Y se valida con la cerradísima elección del 2020 de esta semana en la que el discurso ególatra, confrontativo, insultante y descalificador de Trump solo es rechazado en las zonas urbanas de las costas, de los neoliberales, que buscan rescatar el boom perdido de los 90.

En las planicies del Sun Belt, la apuesta por limpiar el pantano político de la Casa Blanca y del Capitolio todavía es apoyada por los menos educados, los desfavorecidos, los que sueñan con la reivindicación.

EL Sueño Americano dejó de ser aquella movilidad social del que poco tiene, que estudia, se prepara y logra la felicidad que algún día imaginó, gracias a su esfuerzo.

Ahora ese ideal está prostituido y se limita a tres palabras: dinero, poder y sexo. Y Trump es su más refinado exponente.

Al menos la mitad de los Estados Unidos, después de cuatro años de excesos y locuras, le refrendó el martes el apoyo al más cuestionado liderazgo en el plantea del presente siglo.

Pero el mensaje que nos deja el cerrado resultado de la elección presidencial de los Estados Unidos no es solo para los norteamericanos.

Es un grito nada silencioso para que el mundo escuche que los antagonismos, los radicalismos, las confrontaciones y las luchas fraticidas serán el signo de los nuevos tiempos.

Y esa política divisiva y violenta –en palabras y en hechos- sobrevivirá mientras no se redefinan sus roles en los espacios de los milenials, de las redes sociales, de la nueva economía digital o de los movimientos sociales como #MeToo o Black Lives Matter.

Aún perdiendo, Trump tendrá a la mitad de los Estados Unidos impulsando su irracionalidad, su desafío a la lógica y al sentido común, sus discursos incendiarios y mentirosos.

Si al final pierde, le hará la vida imposible a Biden, el marginal. Nada de “América First” (América Primero). Trump modificará su motto: I’m the First, I’m the Last, I’m Everything. (Soy el primero, soy el último, soy el todo).

Que sirva el mensaje electoral de los Estados Unidos para cotejarlo con lo que podría suceder en México en la próxima elección intermedia de junio del 2021.

Si los radicalismos de derecha se empecinan en descalificar al presidente Andres Manuel López Obrador por anticipado, se pueden llevar la sorpresa. Como sucedió con Trump.

Y si en el otro extremo, los otros radicalismos de izquierda insisten en descalificar a cualquiera que piense diferente al inquilino de Palacio Nacional, también se van a topar con pared.

Hablar, escucharse, sentarse a la mesa, negociar y pactar sería sin duda el mejor camino. Falta que los actores de una y otra esquina lo entiendan. Dirijan su vista hacia los Estados Unidos, escuchen la voz de los votos y aprendan la lección.
msn.