Don’t take it for granted

El mensaje que el equipo de Biden debe tomar desde México.

En el aeropuerto de Houston compré mi camiseta de Barack Obama. Iba rumbo a El Paso a ver a mis padres y en esos años sentía una gran tristeza por Ciudad Juárez, sometido a una terrible guerra: tomé un vuelo con escala para no pisar mi tierra.

Había gran esperanza en Estados Unidos: el primer afroamericano en gobernar esa nación lastimada por un racismo (entonces) escondido, pero (nos daríamos cuenta después) muy activo. Gran esperanza se cernía también en el vecindario; en todo América Latina; en México. Compré la camiseta como vi películas de Spike Lee: por solidaridad, por mis convicciones. Porque pensaba que la lucha de ellos era hermana de la lucha de los mexicanos allá, contra la discriminación y la desigualdad. Me vi años antes, corriendo desde Ciudad Juárez al cine de Mesilla, Nuevo México, para no perderme un estreno. Me sentí bien al pagar, en una tienda de libros y revistas, por esa camiseta.

Date cuenta de que el tiempo es cruel, escribe Juan Gabriel. Dejé de correr al cine en cada película de Spike Lee; volví a ellas hasta que llegaron gratis en Netflix y las tomé por cine comercial. Dejé de creer en que “su causa es nuestra causa”: ni un gesto, ni un atisbo de nosotros, los morenos, en sus guiones. Ni un asomo de solidaridad hacia esa masa que llaman “latinos” para no llamarlos por su nombre (como llamar “muchacha” a María, Sonia, Sandra, Guadalupe o a cualquiera que nos ayuda en el trabajo doméstico). Me pasó con Spike Lee como con Barack Obama, deportador-en-jefe: se me salió de la bolsa. Me pasó con Justin Trudeau. Demasiada hipocresía. Demasiado doble discurso. Los dos, Obama y Trudeau, son lo que son: muy cool en casa, depredadores apenas cruzado el umbral de la puerta. Demócratas de discurso, burocracia de partido.

Obama vino a México con un aire despótico. Luego regresó a sembrar armas con Rápido y Furioso en complicidad con Felipe Calderón. “A ver hasta dónde llegan”, dijeron. De Calderón no me extrañó nunca; pequeño fascista. Pero, ¿Obama? Vi a alguien disparando con un rifle a una jaula de conejos para a ver hasta dónde llega una bala. Como si no hubiera conejos. Como si no hubiera vidas entre su rifle y su objetivo. Pinche abuso, me cae. Un desapego tremendo por las vidas; un desapego tremendo por la causa mexicana.

Avergonzado por la camiseta de Barack Obama que compré en el aeropuerto de Houston, la hice bolas en secreto y salí con ella, con unos tenis y con unos suéteres viejos, para regalarlos en el vecindario. Me encontré días después con ese Obama en alto contraste, ahora con manchas de aceite quemado, en el pecho de un hombre que calza igual que yo y trabaja en un taller de talachas, en un camioncito destartalado sobre la calle. Me saludó y me mostró los tenis puestos. Yo vi el Obama. No le separé la vista. El hombre me vio y luego bajó la sonrisa: sin querer hice una mueca. Fue para Obama, nunca para él. Mejor apuré el paso y me fui de allí porque Obama, aún manchado de aceite quemado, no me hace ninguna gracia.


Me llamó muchísimo la atención –a quién no– la cantidad de mexicanos que apoyaron a Trump. El tipo es un nazi, un racista y clasista; un hombre peligroso. Pero allí estaban, muchos mexicanos, apoyándolo. Ya he hablado sobre eso. También sobre cómo el Presidente López Obrador pareció dar sentido a esa posición (ideológica y política) al no felicitar a Joe Biden. Y al mismo tiempo, Felipe Calderón, quizás el líder más notorio de la oposición en este momento, atribuyéndose una amistad con el demócrata. Esto último tiene sentido. Los demócratas apoyaron la guerra de Calderón y se metieron a fondo. La guerra que ha causado tanto dolor a los mexicanos. Muchos pensarán, acá, que Biden significará lo mismo que Obama: guerra, la DEA metida hasta el cogote, balas sueltas para ver cuántos cuerpos atraviesan.

Don’t take it for granted. No lo aceptes sin objetarlo. Creo que el mensaje que el equipo de Biden debe tomar desde México es que muchos –incluso dentro del Gobierno– no estaban brincando en una pata de alegría cuando se dijo que su candidato iba arriba en las encuestas. Ni brincando de alegría, ni entusiastas, ni nada: un estadounidense más asumiendo la presidencia de Estados Unidos. Un estadounidense más que viene a sembrar armas, sea del partido que sea; que viene a pisar territorio soberano; que deportará a miles después de sacarles jugo; que está para maltratar, para menospreciar. Como Trump o como Obama o como el que sea. El mensaje que el equipo de Biden debe tomar desde México es que acá muchos no consideran a su hombre más, o menos que Trump. Y me imagino que comparar a alguien con Trump debe ser ofensivo para ése alguien. Don’t take it for granted. Ni México es demócrata ni acepta a los demócratas nada más porque se dicen cool y hablan bonito como Obama, o porque ven películas de Spike Lee (a las que, diría, sólo les faltan “muchachas” mexicanas en el servicio doméstico. Y serán más impactantes si les llaman, en el guión, María, Sonia, Sandra, Guadalupe).

Aquí el único que se dice “demócrata” (por el partido, no por el sentido de la palabra) es Felipe Calderón, acusado de fraude electoral y vinculado a miles de muertes civiles por una guerra alentada en el periodo de Obama. Y para más detalles sobre su ferviente impulsor en México pueden preguntar a sus fiscales, que tienen detenido en una celda de Brooklyn a Genaro García Luna y que acá, para muchos (yo entre ellos), operó como “vicepresidente de México” entre 2006 y 2012.

Quizás en estas claves encuentren respuestas del por qué muchos mexicanos don’t take Biden for granted, no lo aceptan a Biden sin objetarlo.
msn