“Laberinto de fantasmas oxidados” por Rafael Cauduro

Hará trizas tu alma simplemente mostrando un espejo, pues puede convertir un furtivo vistazo en mirada profunda, hacer que te encuentres a ti mismo y quizá no te guste lo que verás en la penumbra. O tal vez te fascine… y eso es más peligroso aún.

Nunca, jamás, te acerques a Cauduro. Es el demonio sonriente con un pincel en la mano. Si no hay fortaleza, hará trizas tu alma simplemente mostrándole un espejo, pues puede convertir un furtivo vistazo en mirada profunda, hacer que te encuentres a ti mismo y quizá no te guste lo que verás en la penumbra. O tal vez al mismo tiempo te fascine… y eso es más peligroso aún.

Es el íncubo que dejará tu ser plasmado en un muro, en una roca o un pedazo de metal. Se erige, no tengo dudas, en el maestro que se regocija cocinando tu alma plagada de roya, exponiéndola a la intemperie para que la humedad y el sol a plomo completen la natural putrefacción.

En la vorágine de su mundo de herrumbre no puedes pasar de largo entre un cuadro y otro sin reconocer la esencia humana, de una fragilidad sepia y perversa, tan vieja y tan real. Te absorbe la belleza de los trazos perfectos que con crudeza retratan la interna imperfección. Inmisericorde, me atrapó en la juventud.

Me esperaba cada mañana en el subterráneo de Insurgentes para arrastrarme a París o Londres, siempre transportado por ánimas en mezclilla y casimir que se hundían en las paredes… Mal día/buen día. Iba enredándome, poco a poco, en su laberinto de fantasmas.

Ahí comenzó el eterno camino circular en los senderos de su infierno oxidado. Y no pude faltar nunca al famélico desayuno con Borges o con Jagger, en su rictus doloroso que era un beso continuo. Me lancé bajo tierra a la recherche du Temps perdu, siempre vigilado por esos seres inmutables y extraños en el muro.

Maldito e irresistible Cauduro. Es implacable su marca de ocre añejo y degenerado, de ilusionismo sumergido en un mundo sórdido, libre bajo la superficie, al que finalmente supe que pertenecía.

Como nomen est omen, sus manos han trazado episodios de mi vida. Pedazos en construcción, trozos de metal de desecho, graffitis sobre la pared como marcas incrustadas en el rostro. Encontrarlo años después fue cosa natural, de querencia, de la misma veta metálica, vieja y corroída de la que somos sin remedio.

Rafael, el que prendió fuego a Sodoma y Gomorra, que crucificó a un mesías de barriada entre la chatarra flanqueándolo con semidesnudas Dimas y Gestas, se apareció en este valle.

Está en ese ex convento de Toluca que fue hospicio y asilo, consuelo de la miseria. Sus Sutilezas del Lenguaje no podrían tener un recinto más irónico que el de Bellas Artes, donde los terrenales que él retrata y vandaliza se codean ahora con imágenes sacras.

Así, acompañando a las monásticas estampas ha colocado en conjunto la tragedia de un impacto automovilístico, sintetizada en bellos rastros de hojalata y carne; la lujuria del que en las calles del arrabal observa los dones, favores inalcanzables de una prostituta; las puertas de un lupanar con sus cortinas metálicas que invitan a la divina gloria de la perdición interior y los horrores de la injusticia en las leyes del hombre. No te acerques a Cauduro.

Su arte implacable, duro y sutil, abraza con verdades que mienten y, para no dejarte ir nunca, te arroja a la realidad de que polvo eres y en óxido magnífico te convertirás.