Un silencio de vergüenza ante el colapso educativo

PASCAL BELTRÁN DEL RÍO

Sin regatear la relevancia de la epidemia y las vacunas, el tema que debió acaparar la discusión pública en el país son los resultados de la encuesta que realizó el Inegi sobre el impacto del covid-19 en la educación. El que más de cinco millones de alumnos no se hayan inscrito en el presente ciclo escolar debiera encender todas las alarmas.

Y, sin embargo, el asunto ni siquiera se mencionó en las conferencias matutinas del Presidente del martes, miércoles ni jueves. Entre las tres, la palabra educación sólo se mencionó 14 veces, casi todas para hablar de la eventual reapertura de un puñado de escuelas, principalmente en Campeche, una vez transcurridas las vacaciones de Semana Santa.

Como ha venido ocurriendo desde su primera mañanera, el Presidente fija la agenda. Él decide lo que es importante y lo que no. Esta semana consideró que valía más la pena hablar sobre sus críticos y la supuesta intentona del INE de privar a su movimiento de la mayoría en la Cámara de Diputados en este año de comicios que del futuro de los niños y jóvenes que abandonaron sus estudios.

Los hallazgos sobre el aprendizaje en estos tiempos de confinamiento tampoco han merecido una reacción por parte de la nueva secretaria de Educación Pública, Delfina Gómez Álvarez. A no ser por un memorándum en el que solicita a las distintas áreas de la dependencia un recorte de personal “a la brevedad posible”, nada sabríamos de ella. Y eso que se suponía que, por haber estado al frente de grupo, llegaba a inyectar de mística a la enseñanza.

Tampoco podemos esperar mucho de la insignificante oposición. Ni un comentario ha surgido sobre este terrible panorama por parte los dirigentes de los partidos –absortos con las campañas electorales que están por iniciarse– ni de quienes se sentaron en la silla de Vasconcelos durante los siete sexenios que precedieron al actual (de ese lapso hay nueve exsecretarios de la SEP vivos, sin contar a Manuel Bartlett y Porfirio Muñoz Ledo, quienes están alineados con la Cuarta Transformación).

Nadie, fuera de algunos especialistas de la academia y la sociedad civil, parece tener mayor interés en advertir sobre la dislocación social que seguramente traerá la deserción que estamos viendo.

¿A qué se dedicarán esos millones de niños y jóvenes que están dejando de aprender –incluso aquellos que aún no han abandonado sus estudios– cuando alcancen la edad adulta? De por sí, un título universitario ya había dejado de ser garantía de futuro resuelto. ¿Qué será a partir de ahora?

Una mirada más profunda a los resultados de la encuesta lleva a una inquietud mayor: de los 12.2 millones de mexicanos de entre 13 y 18 años de edad, hay cerca de 2.7 millones, más de la quinta parte, que no están en el sistema educativo. Estamos hablando de quienes debieran estar en secundaria o prepa, una edad en la que se define el porvenir del individuo, en medio de las dudas propias de la adolescencia.

¿Dónde están esos 2.7 millones de jóvenes? ¿Qué están haciendo? En una de esas, ganándose la vida en la economía informal. Pero, ¿qué tal si no? A lo mejor, en casa de sus padres, viendo pasar las horas y los días, con poca o nula tutela para adquirir conocimientos que les permitirán salir adelante. ¿Y si no? Entonces quizá en la calle, sobreviviendo gracias a la caridad. Pero también cabe la posibilidad de que muchos de ellos estén participando en delitos, ya sea por su cuenta o como parte de alguna organización delictiva, o pensando en hacerlo.

Una sociedad no debe desentenderse de un problema semejante. Aunque no sean nuestros hijos biológicos, todos los adultos tenemos responsabilidad sobre ellos. No son sólo los hijos de alguien más.

Es obligación de todos encontrar a esos 2.7 millones de adolescentes y asegurar que estudien. Encontrar la manera de que lo hagan, incluso en estos tiempos tan inciertos de la pandemia. Si es porque los  programas de educación en casa no funcionan, hay que presionar a la autoridad para que lo solucione.

Renunciar a esa obligación equivale a decretar que la educación es opcional. Y esa es una receta infalible para el desastre.