Haití y sus vacíos de poder

ADRIANA SARUR

Cada vez que Haití aparece en los medios como noticia, sabemos que ha pasado una tragedia. Se suele decir que origen es destino y la parte de la isla La Española, que comparte con su nación vecina República Dominicana, es desde siempre un territorio sumido en los conflictos políticos y sociales.  Haití fue colonizado por Francia y durante mucho tiempo fue una zona esclavista y solo una revuelta del pueblo esclavizado le dio su independencia en 1803, pero esto cambió poco la situación de las y los habitantes haitianos.

Han pasado más de dos siglos desde la liberación del gobierno francés de Napoleón Bonaparte y Haití no ha podido superar la violencia, explotación de recursos y pobreza, esta vez a manos de propios haitianos en el poder. Las dictaduras de François Duvalier, conocido como Papa Doc, y posteriormente la de su hijo, Jean-Claude, el llamado Baby Doc, durante más de treinta años perpetuaron las paupérrimas condiciones de este país. Fue hasta la década de 1990 cuando un sacerdote de las zonas más pobres, Jean-Bertrand Aristide, fue electo democráticamente, el primer presidente haitiano que ascendió por esta vía, sin embargo un golpe de estado lo obligó a separarse del cargo hasta su reelección en el 2000, pero la historia se repitió y se autoexilió en el extranjero.

Pasaron diez años en que la nación caribeña siguió viviendo entre dictaduras y pobreza cuando el terremoto de 2010 terminó por devastar lo poco que les quedaba, sin embargo también surgió la oportunidad de que esta catástrofe natural fuera la impronta para cambiar las cosas. En aquella ocasión Haití tuvo los focos de la comunidad internacional y también la ayuda necesaria, pues ingresaron a la isla apoyos por más de 9,000 millones de dólares, aunado de otros 2 mmdd en subsidios en combustibles fósiles proporcionados por Venezuela, país que apoyaba al gobierno de Michel Martelly. Aquella refundación del estado haitiano jamás llegó, debido a la corrupción en el desvío de la ayuda internacional, la ola de cólera y la rapiña.

Así, llegó la turbulenta elección de Jovenel Moïse, un exportador de plátanos perteneciente a la élite haitiana y quien también estuvo inmerso en aquella malversación de fondos, quien asumió la presidencia en 2017, cooptando al poder judicial, desapareciendo el Senado y socavando a la oposición generó el caldo de cultivo propicio para otra revuelta más. Sabemos que en un lugar con tantos vacíos de poder, estos se llenan con otro tipo de liderazgos y ante esto Haití se volvió en un sitio gobernado -de facto- por el crimen organizado, nacional e internacional (narcotraficantes dominicanos, colombianos y mexicanos) a quienes, presuntamente, ya les estorbaba Moïse.

La manera en que fue perpetrado el magnicidio del presidente Jovenel Moïse (donde también dejaron herida su esposa Martine) en la madrugada del miércoles, dentro de su residencia privada y de la forma más violenta, nos habla de que esta espiral de pobreza, corrupción, hartazgo social, impunidad y malos gobiernos ha tocado fondo en el país más pobre de América. Ahora bien, entiendo bien que México no es Haití, ni Venezuela, como algunas voces señalan, pero tampoco es Finlandia y en algunas partes del territorio nacional, existen amplios y profundos vacíos de poder llenados por el crimen organizado, muestra de ello fue este periodo electoral repleto de sangre. Mirarnos en el espejo haitiano nos tiene que dejar muchas enseñanzas para restablecer el estado de derecho en nuestro país.