LILA ABED

El peligro que representa lo que sucede en Nicaragua es que otros países en la región lo tomen como ejemplo a seguir. El retorno de autócratas, tanto de derecha como de izquierda, son una amenaza para la democracia.

La ampliación de mandatos, cooptar a la policía y al ejército a través de aumentos presupuestales, el debilitamiento de instituciones jurídicas y electorales, el hostigamiento de medios de comunicación y ONG, son medidas fundamentales para la consolidación de cualquier autocracia. Son líderes dispuestos a mantenerse en el poder, cueste lo cueste.

Aislado internacionalmente, con sanciones impuestas por EU, el presidente de Nicaragua, Daniel Ortega, avanza con una persecución política en contra de opositores, periodistas y disidentes para asegurar su triunfo en las elecciones de noviembre.

Cuando el sandinista regresó al poder en enero de 2007, tomó el control de todas las ramas del Estado para implementar una autocracia. Logró extender su poderío con el apoyo petrolero que recibía en ese entonces del presidente de Venezuela, Hugo Chávez, y con el sector empresarial.

Bajo el lema “arriba los pobres” y con un discurso antiimperialista, comenzó una cacería política contra sus opositores y medios de comunicación.

Al estilo del caudillismo latinoamericano, la Asamblea Nacional, de amplia mayoría oficialista, aprobó en 2014 una reforma constitucional que eliminó el límite de mandatos para permitir la reelección indefinida del presidente. Ortega fue un paso más allá y aseguró sus triunfos en las urnas apoderándose del Consejo Supremo Electoral (CSE).

De igual forma, cooptó al Ejército y a la Policía, y estableció una especie de dictadura familiar cuando anunció en 2016 que la primera dama, Rosario Murillo, sería la candidata a la vicepresidencia. El mandatario prohibió la participación de observadores internacionales, lo cual causó que EU sancionara al presidente del CSE por legitimar un fraude en las elecciones de 2006 y 2011. En abril de 2018, el gobierno publicó un paquete de reformas provisionales que abrieron una inesperada ola de protestas que alcanzaron un nivel de violencia no visto en décadas. Se registraron 357 muertes, 550 políticos detenidos y más de 50 mil nicaragüenses huyeron del país. La Comisión Interamericana de Derechos Humanos alertó que hubo graves violaciones de derechos humanos y Amnistía Internacional denunció el acoso de periodistas y activistas.

Ahora Ortega busca su tercera reelección consecutiva, y por ello ha aumentado la persecución política para eliminar una vez más a sus contrincantes, utilizando a la Policía y una serie de leyes punitivas que se aprobaron el año pasado para eliminar a sus opositores, el régimen sandinista ha detenido o encarcelado a alrededor de 37 opositores.

Ante ello, la OEA votó en junio una resolución sobre la situación en Nicaragua, y 59 países de la ONU apoyaron una declaración conjunta, ambas condenando el arresto de precandidatos presidenciales, las restricciones impuestas a partidos políticos en Nicaragua, la violación de derechos humanos y pidieron la inmediata liberación de todos los presos políticos. EU también impuso otra ronda de sanciones contra el Gobierno de Ortega.

México y Argentina se abstuvieron de apoyar ambas mociones. Nicaragua está en la mira internacional, pero hay otros países en América Latina que van que vuelan hacia esa dirección.