Al búnker tras la sirena antiaérea sobre Leópolis: “Huimos de Kiev, pero parece que ya vienen hacia aquí”
Justo te acaban de poner el desayuno en el precioso Grand Café de Leópolis, son las 11.15 h. del mediodía, y cuando tienes el croissant en tu poder (aunque la gente aquí está ya almorzando) comienza a sonar, como lo hace tres o cuatro veces al día, la sirena de ataque antiaéreo.
La sensación de hastío es generalizada. Pese a que Putin anda derruyendo todo el este y el centro del país, la vida es prácticamente normal en el oeste de Ucrania, excepto por los ya casi cinco millones de desplazados (dos de ellos hacia Polonia), y por algunos misiles contados lanzados a varias infraestructuras militares.
Los rusos están muy ocupados matando civiles y destruyendo vidas en el otro lado de Ucrania, pero nunca se sabe qué pasa por la cabeza de Putin, quien si quiere provocar a Occidente debe hacerlo aquí, cerca de la frontera con Polonia.
Así que cada vez que sale desde la cercana Bielorrusia algún misil sobre este área (la pasada noche acertando en una instalación militar en Yakoviv, a 50 km de aquí), en Leópolis suenan las sirenas como si volviéramos a 1942. Y los desayunos se quedan fríos.
Las madres cogen a los niños sobre el suelo empedrado del precioso casco histórico de Leópolis -el feo nombre que le damos al más evocador Lviv-, y en vez de disfrutar de una tranquila mañana de domingo, con el centro lleno de paseantes abrumados por la belleza de esta joya arquitectónica del estilo imperial austrohúngaro, nos vemos obligados a entrar en el sótano de un garito cercano llamado, para más inri, Pravda (para los millennial: el diario oficial de la época soviética).
Aquí abajo se siente uno un poco como en el metro, pero sin metro. Las caras son de resignación, cierta preocupación, bastante desesperanza. Hay niños que, quizás porque se lo huelen, eligen el peor momento para llorar. Un hombre en la setentena, de porte señorial, sentado solo en un rincón, dice sin decir, sólo con la expresión de sus ojos, lo que todo el mundo piensa: cómo puede ser. A Putin le encantaría hacer pupa a Lviv, por algunos llamada la Barcelona de los Cárpatos, una bella puerta a la modernidad que, obviamente, él no quiere para Rusia.
Lo primero que se le viene a uno a la cabeza es que la última generación europea que tuvo que vivir esto, meterse en un agujero para huir de las bombas, fue la de nuestro abuelos. Nuestros padres libraron, parecía que todo iba bien. La guerra, increíblemente, ha vuelto a Europa. Volvemos a matarnos entre nosotros. La Historia, en efecto, puede caminar de espaldas.
“Vivimos en Kiev pero nuestro padres son de aquí”, dice Alina, una mujer de 35 años sentada junto a su marido, Andrij, también de 35, y sus hijos Theodor, de uno y medio, y Theresa, de seis. “Dejamos nuestra casa y vinimos aquí a Lviv pensando que no atacarían. Ahora nos da miedo que Putin quiera incluso atacar a Polonia y provocar a la OTAN. Entendemos que Occidente no quiera entrar en guerra con él, pero no podemos rendirnos, no vamos a entregarle el país. No”.
Alina representa en gran medida por qué Putin está agrediendo a Ucrania.”Yo estudié fuera, en Suecia, y he vivido en París”,cuenta mientras Theodor lloriquea un poco para reclamarla. “Nosotros queremos ser europeos, y no vamos a rendirnos, esta vez no. Ya pactamos antes nuestra neutralidad, y qué pasó: Putin nos ataca ahora con los mismos aviones que le entregamos para que no se sintiera agredido, para ser neutrales. Ahora tenemos que ser fuertes. Mi familia y yo queremos volver a Kiev. Esta generación no se va a ir así como así”.
En el sótanos del Pravda, en el vientre de la ballena de la más bella Ucrania, unas 70 personas repiquetean con los dedos sobre las mesas, charlan animadamente, miran con ojos glaucos hacia ningún lugar.
Sigue Alina: “Si Europa quería ayudarnos a conseguir una verdadera democracia, que lo haga de verdad, que nos dé armas, víveres, que se implique. Ponlo por favor en tu periódico: no nos abandonéis, no lo merecemos”.
Han pasado unos 35 minutos. La sirena sigue sonando por la ubicua megafonía, junto con un largo e inextricable parlamento en ucraniano, una lengua de lo más ruda en la que habitualmente una de cada cinco o seis palabras es “dobra”, “vale”. Y aunque sigue sonando, el gentío vuelve a la calle, resignado. Hace un poco más de frío porque, vaya, el sol se ha ido. A saber dónde ha caído el pepinazo. Intentemos, a pesar de todo, desayunar.